
De verdades funestas, como al hombre que despierta día a día en el mismo cuarto sin comprender pasadizos secretos de su memoria, sin perdonarse caminos rocosos, sin aceptar el desaliento, observando cada mañana lúgubre su rostro en el espejo, su pelo sin fin y su barba dormida es que te observo en ocasiones precisas en donde los números y cálculos enigmáticos te dejan ver, soñadora y complacida, fácil de sonrisa y ojos tiernos. Manos que ordenan el pelo en ocasiones saludan quizás a mi o las mil preguntas que afloran del incierto de conocerte esquiva y presurosa, en mañanas frías o atardeceres candentes, a veces sofocante, las palabras no calzan ni el tiempo pero si la mirada obligatoria, la sonrisa obsequiada o las bromas soltadas. Por ahí, en “Macondo” la lectura cambió y se volvió ávida sin retorno a querer leer las mil paginas, las dos mil paginas que escriben el día, que escriben la noche, que a veces lento escriben tu vida y la mía.